“Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.” – Juan 11:25

Lázaro estaba muerto. No simbólicamente. No en sentido figurado. Realmente muerto. Cuatro días en la tumba. Sin aire. Sin vida. Sin esperanza. Y lo que es peor, Jesús no llegó a tiempo.

Marta lo dijo con el corazón hecho trizas: “Señor, si hubieras estado aquí…”
Cuántas veces hemos pronunciado esas mismas palabras.
“Si hubieras intervenido antes…”
“Si no hubieras tardado…”
“Si tan solo…”

Esperamos que Dios llegue cuando lo necesitamos. Pero a veces, espera. A veces guarda silencio. Y eso nos descoloca. Porque amamos a un Dios que hace milagros, pero nos cuesta comprender a un Dios que permite la muerte antes del milagro. Jesús amaba a Lázaro. Eso lo dice el texto. Pero también dice que cuando supo que estaba enfermo… se quedó dos días más donde estaba. No fue desinterés. Fue propósito. Porque hay ciertos tipos de gloria que solo se manifiestan cuando parece que todo terminó.

Cuando finalmente llega a Betania, ya es tarde. O eso parece. Marta sale a su encuentro, con una mezcla de dolor, fe y reproche. María, en cambio, no puede ni levantarse. La casa está llena de llanto. El ambiente es de duelo, no de expectativa.

Y entonces Jesús llora.

No porque no tenga poder para revertirlo todo. Llora porque ama. Porque siente. Porque entra en nuestro dolor antes de traer su respuesta. Ese es el corazón de nuestro Dios: no solo un Salvador, sino un compañero en el valle del quebranto. Y entonces se acerca a la tumba. Una piedra. Un silencio. Un cadáver. Y una orden:
“¡Lázaro, ven fuera!”

La voz que creó el universo ahora llama a un hombre muerto por su nombre.
Y lo imposible sucede.
Donde había descomposición, hay vida. Donde había oscuridad, hay luz. Donde había final, hay comienzo.

“A veces Dios espera a que no quede esperanza, para mostrar que Él es la esperanza.”

Muchos hubieran preferido que Jesús sanara a Lázaro antes de morir. Pero Jesús no vino a impedir la muerte. Vino a vencerla.

Y eso cambia todo.
Porque entonces, incluso cuando algo parece perdido —un sueño, una relación, una etapa, una parte de ti—, aún puede levantarse. La esperanza en Dios no se basa en lo que vemos, sino en quién es Él.

La tumba vacía de Lázaro es anticipo de una tumba más profunda, la de Jesús mismo.
Y si la muerte no pudo retenerlo a Él, entonces tampoco puede retener lo que Él ama.
Lo que Él llama.
Lo que Él decide restaurar.

Tal vez hoy tú estás ante una tumba. Algo que fue. Algo que se apagó. Algo que dolió tanto que ya no crees que pueda revivir. Pero Jesús aún llama. Aún se acerca. Aún pregunta dónde lo pusiste. Aún llora contigo… y luego habla vida.

No hay momento demasiado tarde para Él. No hay piedra tan pesada. No hay muerte tan irreversible. Cuando Él dice: “Ven fuera”, todo lo que estaba perdido comienza a levantarse.